-“Uep, Capitán, me tienes que ayudar a contar esta historia. Échame
una mano, porque no creo que pueda sola”. Porque, ¿Cómo explicar en pocas
palabras la emoción de volver a encontrar a un gran amigo que, por
circunstancias naturales y trajines cotidianos, habías perdido de vista? ¿Cómo contar la alegría de oír nuevamente su
voz, saber de su vida, volver a compartir viejas historias de juventud y nuevas
sensaciones? Tú ya lo sabes porque eres uno de los dos protagonistas de este relato, pero
quizá sea conveniente poner en antecedentes a los que, cada uno por un motivo
distinto, hayan decido leer este escrito: a lo mejor si les doy alguna pista, entenderán
mejor lo que quiero expresar.
Te conocí en un día
caluroso de junio de hace treinta años, en uno de estos complejos turísticos
construidos donde las lluvias torrenciales de septiembre desembocan en el mar,
formando una de estas maravillosas calas del este de la isla, mientras yo
intentaba guiar y dar información a los turistas perdidos, y tú aspirabas a no
perderte, mientras buscabas tu vocación compaginándola con un trabajo estival.
Y en aquel lugar, en el que los dos nos encontrábamos extraños, donde el
agotamiento del trabajo no nos permitía fijarnos en las maravillas del paisaje
que nos envolvía, de donde yo hubiera querido salir huyendo cada vez que se
ponía el sol y donde tú no hubieras querido tener que volver cada vez que
amanecía, empezó nuestra entrañable amistad. El vaivén de las olas en la playa,
parecía querer otorgar una mínima sensación de movimiento a toda aquella
agobiante quietud y las cigarras, con su fragor de alas frotándose, tapaban el
silencio que, a nosotros, nos parecía que se había adueñado del territorio en
el cual trabajábamos. Porque a pesar de las centenares de personas bronceadas o
achicharradas por el inclemente sol, dispuestas a pasárselo bien a toda costa, y
no obstante nos encontráramos en medio de una Babel mallorquina, con decenas de
lenguas habladas con estridente y forzada alegría, nosotros nos sentíamos como
si alguien hubiera desconectado unos enormes bafles y las voces de aquella
enorme masa de personas, nos llegasen filtradas a través de una espesa capa de
algodón. “¿Conoces a Antonio Tabucchi?”-
me preguntaste un día – “no se puede
vivir sin leerlo”. Y el mundo, de repente, volvió a girar: volvieron los
sonidos, los colores, y el lugar me pareció un poco menos árido y la sequía se
amortiguó con el fluir de tus interesantes palabras. Ya tuve un motivo para
quedarme a cada puesta de sol y tú, para no temer cada amanecer. Nuestras
conversaciones vencieron el desgaste de un trabajo que yo había escogido y el
tedio del qué tú debías realizar. Así surgió nuestra cariñosa amistad que se
consolidó, a diario, a lo largo de varios meses y que desafió el tiempo y los
prolongados años de separación, ocupados en quehaceres cotidianos y vivencias
por separado, apareciendo y desapareciendo como lo hace, a veces, la luna
detrás de las nubes. Pero hace un par de años, me volviste a encontrar y me
alegré de que no hubieses cambiado: un punto firme en mi vida. Hablábamos de tu
familia, sobre todo de tu hijo y de tu fantástica mujer, de organizar una
comida juntos, de invitaciones en mi casa y en la tuya, de faros, atardeceres y
mar. Y las fotos que me enviabas desde tu atalaya, una casa que parecía un
barco varado en una colina de Felanitx, imágenes donde el rojo del cielo
alcanzaba unos tonos imposibles y que tu conseguías captar con tu objetivo,
eran espectaculares: “Tenemos que organizar una exposición fotográfica” –te
decía, mientras tu obviabas el tema y pasabas al siguiente - “Y sobre todo,
quiero ser tu vecina en el “Port de
Felanitx”, tu amiga (que ya lo soy) y amiga de tu familia, contemplar tus
mismas puestas de sol y el faro más bonito de Mallorca, en vuestra compañía.”-
continuaba. “Esto está hecho”- me contestabas, como si todo fuera posible y
tuviéramos todo el tiempo del mundo. Quedamos para vernos pasadas las fiestas
navideñas, como todo hijo de vecino “mallorquín” que se aprecie: “Quan passi es trui de ses festes”-
dijimos. Pero tú no fuiste a la cita, Capitán. Me dejaste esperando sola,
soñando en los siguientes treinta años de amistad, los que yo había previsto
llenos de reseñas y comentarios literarios, luz intermitente de faros y visitas
a una acogedora casa barco, varada en una colina. Compuesta y sin amigo.
Supongo que habrá quien
diga que fuiste un cobarde y quien un egoísta (estos últimos tienen una parte
de razón), yo considero que fuiste muy valiente: desconozco tus motivos, pero
cuánto coraje se necesita para decir definitivamente basta. Supongo que tus
actos fueron dictados por tu extrema sensibilidad y formidable inteligencia, la que poseen los
pocos que saben ver más allá de la simple realidad. La cuestión es que has
desbaratado los planes a unas cuantas personas que te querían mucho y no puedo
ni imaginar su dolor. Pero, dime qué hago yo ahora con mis proyectos de una
amistad recién estrenada, que había vuelto a nacer y se preveía llena de tus
comentarios e interesantes ocurrencias. ¿Cómo se lo explicamos a la gente que
está leyendo este escrito y que ya nos imaginaba, los próximos treinta años, en
Porto Colom sentados sobre una roca
hablando de viejos recuerdos, proyectos de exposiciones fotográficas y
literatura? Explícaselo tú, Capitán, porque yo no creo ser capaz de hacerlo.
A
Miquel Ángel.
Estimada Francesca, un preciós record per un amic retrobat després de tants anys i perdut una altre vegada d'una manera tan difícil d'entendre... però estic segura, que allà on estigui, segur que està disfrutant de les precioses vistes de Porto Colom...i possiblement, plantejant-se si realment era necessari fer passar aquests moments tant durs a les persones que tant l'han estimat. Ara just queda recordar-lo...les persones que són recordades, mai se'n van del tot. Molts d'ànims
ResponderEliminar